viernes, octubre 20, 2006

 

UNIÓN INDISOLUBLE

Iba y venía con un andar histérico de gallina, sin hallarse a gusto en sitio alguno, buscando algo que de pronto le faltaba.

A su alrededor, todo era como debía ser, dadas las circunstancias; sólo ella se sentía extraña, fuera de sitio, en una soledad que ya no era compartida.

Porque estaba sola, a pesar de estar rodeada de gente. Como siempre.

Todos giraban a su alrededor, mariposas nocturnas, con sus ropas oscuras, sus rostros serios, sus condolencias que no le llegaban. Veía moverse sus bocas y adivinaba las palabras que caían, en secuencias de película muda, y se quedaban sobre el cuadriculado piso como minúsculos trozos de cristal. Inútil, todo inútil.

Por momentos intentaba recostarse en la silla, pronta a desvanecerse, presa de ese remolino humano que giraba alucinante, agotador, confuso.

Tenía la cabeza llena de preguntas sin respuesta: ¿cómo iba a seguir viviendo sin él? ¿qué iba a suceder con ella? ¿por qué no pudo evitar perderlo?

La masa ondulante pareció abrirse, como un mar hendido por la quilla de un barco invisible.

Levantó los ojos para ver a esa mujer avanzar hacia el cajón. La furia la sacudió.

¿Cómo se atrevía a acercarse siquiera? ¡Era culpa de ella, ella manejaba el auto cuando se estrellaron, ella...! ¡Maldita, maldita mujer! No, no le importaba que fuera su esposa, él siempre le había pertenecido a ella, la que había estado a su lado desde el principio, que había seguido sus pasos con una fidelidad de perro, sin que él pareciese siquiera darse cuenta de su existencia, de su amor incondicional.

¡Pero cómo se habría sorprendido si no la hubiese encontrado todos los días acurrucada junto a él, fundida a su existencia, tan parte de su vida! Tan acostumbrado a ella, aún en su indiferente aceptación de la sumisa compañía, que se hubiese sentido desnudo si ella lo hubiera abandonado alguna vez.

Sí, había sido mucho más suyo que de esa intrusa.

Esa, la que ahora lo había empujado tan lejos de sus brazos, al desconocido país del más allá, donde ni siquiera ella podía seguirlo.

Quiso gritar, abalanzarse sobre la rival, torbellino de odio ciego y desesperado, ahogarla con sus brazos de humo. Pero ya no tenía fuerzas.

¿Era esto el final? ¿Sería también el momento de su muerte?

Vacilante, se levantó, sintiéndose cada vez más inconsistente, un frío polar subiéndole desde los pies hacia la cabeza, como si un veneno implacable se distribuyese por todo su cuerpo, paralizándolo.

Salió a la calle dejando atrás a la gente, a la mujer que se lo había arrebatado, al turbio olor de las flores que también agonizaban, como ella y, resignada, se deshizo en la oscuridad nocturna, integrándose a ella, aceptando su destino.

¿Qué otra cosa puede hacer una sombra, cuando quien la proyecta ha muerto?


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